Y el aire lloraba. Su llanto, en forma de fría llovizna, resbalaba por las metalizadas hojas de las armas, transmitiéndole su desesperanza.
Es por todos conocido que los colores no suelen disfrutar de espectáculos de esta índole, y por ello todos abandonaron a su vez el recinto. El verde, incluso, dio un portazo al salir, mientras comentaba indignado el suceso con el amarillo.
Solo quedó el rojo. Su presencia sería necesaria, al fin y al cabo era entre otras cosas el color de la sangre, destino con el que no estaba plenamente incómodo. Por ello unas bermejas chispas de color pululaban por el paisaje. Allí una amapola, aquí una rosa, mas allá una pintada en la pared...
Pinceladas refulgentes demasiado vivas en un cuadro demasiado muerto. Pequeños rubíes entre una escala que iba del negro mas absoluto, a un gris tan claro como el del mármol de carrara.
La ventisca, convertida en galerna, zarandeaba los cuchillos que, nerviosos, chocaban entre si, llenando el ambiente con sus inquietantes chillidos. Y los chillidos, afilados como los objetos que los producían, desgarraron al sonido, por lo que tuvo que ser llevado a urgencias de inmediato.
En las escena ya solo quedaba la lluvia, las nubes, el mar, los puñales, el temporal, el gris y el color rojo, en vivo desentono con sus compañeros.
¿Qué pintaba el carmesí en ese trágico horizonte? No solo las flores y los muros, de eso podía estar seguro. Empecé a sentirme incómodo.
Y ese fue el momento que elegí para levantarme del muñido sofá en el que me encontraba sentado.
Antes azul,
ahora solo gris.
Dirigirme hacia las puertas del Teatro de la Vida, hechas de un robusto roble, plantado antes de que germinase el Mundo.
Antes marrón,
ahora solo gris.
Y abandonar, de una vez por todas, esa pantomima que había degenerado en un sádico espectáculo. Sádico pero silencioso, pues ni los mas aterrados gritos podían aguantar tanta violencia.
Pero antes de salir, pude ver que algo caía a mis pies.
Algo que debería ser gris.
Y, anonadado, llevé mis manos a la parte baja de mi camiseta.
Antes verde,
ahora solo gris.
Para percatarme de que,
lo que antes era gris
y aún antes fue verde,
se teñía de escarlata.
Y entonces desaparecieron los cuchillos,
desapareció el mar,
desaparecieron las nubes,
desapareció la lluvia,
desapareció el viento.
Desapareció el gris.
Y el Negro,
se hizo omnipotente.
Los cuchillos suspiraron.
El temporal había amainado.
Las pálidas manos los posaron en el suelo.
Y se cerró el telón.
Rojo, como no.
Pero ya no quedaba nadie allí para aplaudir.